Querido amigo:
A pesar de que me vuelvo hipocondríaco, estoy
metido en un cuadro inmenso, 6 metros de ancho por 3,60 de alto; quizá más
grande que el Entierro, lo que mostrará
que todavía no estoy muerto y el realismo tampoco, porque realismo hay. Es la
historia moral y física de mi taller. Primera parte: es la gente que me sirve,
me apoya en mi idea y participa de mi acción. Está la gente que vive de la vida
y la que vive de la muerte; está la sociedad en lo alto, en lo bajo, en el
medio; en una palabra, está mi manera de ver la sociedad en sus intereses y sus
pasiones, y está el círculo que viene a hacerse pintar por mí. Sabe, el cuadro
no tiene título; voy a tratar de darle una idea más exacta de él describiéndolo
secamente. La escena pasa en mi taller en París. El cuadro está dividido en dos
partes. Yo estoy en el medio, pintando; a la derecha todos los accionistas, es
decir los amigos, los trabajadores, los amantes del arte. A la izquierda, el
otro mundo de la vida trivial, el pueblo, la miseria, la pobreza, la riqueza,
los explotados, los explotadores; la gente que vive de la muerte. En el fondo,
contra la pared, están colgados los cuadros del Regreso de la feria, las Bañistas
y el cuadro que pinto...
Le voy a enumerar a los personajes
empezando por el extremo izquierdo. Al fondo de la tela hay un judío al que vi
en Inglaterra; atravesaba la actividad febril de las calles de Londres llevando
religiosamente un cofrecito bajo su brazo derecho y cubriéndolo con la mano
izquierda; parecía decir: yo tengo la sartén por el mango. Tenía una cara de
marfil, larga barba, turbante y una larga toga negra que arrastraba por el
suelo. Atrás de él hay un cura con cara triunfal, con la jeta roja. Adelante de
ellos hay un pobre viejo enclenque, un antiguo republicano del 93 (¡ese
ministro del Interior, por ejemplo, que había integrado la Asamblea cuando se
condenó a muerte a Luis XVI!, el que el año pasado todavía seguía las clases de
la Sorbona), hombre de noventa años, con una alforja en la mano, vestido con
una vieja tela blanca remendada, mira a sus pies los harapos románticos (al
judío le da lástima); después un cazador, un segador, un hércules, un payaso,
un vendedor de trajes con galones, la mujer de un obrero, un obrero, un
enterrador, una calavera sobre un diario, una irlandesa amamantando a un chico,
un maniquí. La irlandesa es otro producto inglés, la vi en una calle de Londres
(sus únicas prendas eran un sombrero negro de paja, un velo verde agujereado y
un chal negro desflecado bajo el cual llevaba a un chico desnudo bajo el brazo).
El vendedor de trajes preside todo eso: despliega sus atavíos ante toda esa
gente que le presta la mayor atención, cada uno a su manera. Atrás de él, una
guitarra, y un sombrero con plumas en primer plano.
Segunda parte: después viene la tela sobre
su caballete y yo pintando con el perfil asirio de mi cara. Atrás de mi silla
hay una modelo desnuda; está apoyada en el respaldo de mi silla, mirándome
pintar un momento; su ropa está en el piso y delante del cuadro; después un
gato blanco cerca de mi silla. A continuación de esta mujer viene Promayet, con
su violín bajo el brazo, como está en el retrato que él me envía; atrás de él
están Bruyas, Cuenot, Buchon, Proudhon (me gustaría mucho tener también a este
filósofo Proudhon que comparte nuestra manera de ver; si él quisiera posar, me
pondría contento; si lo ve, pregúntele si puedo contar con él). Después viene
su turno en la parte delantera del cuadro: usted está sentado en un taburete,
con las piernas cruzadas y un sombrero sobre sus rodillas. Al lado, más en
primer plano todavía, hay una mujer mundana con su marido, vestida con gran
lujo. Después, en el extremo derecho, sentado sobre una mesa de una sola pata
está Baudelaire, que lee un gran libro; al lado de él hay una negra que se mira
en un espejo con mucha coquetería. Al fondo del cuadro, se ve en el hueco de
una ventana a dos enamorados que dicen palabras de amor: uno está sentado en
una hamaca; encima de la ventana, grandes cortinas de sarga verde; todavía hay
contra la pared algunos yesos, un estante con una botellita, una lámpara y
potes, después cuadros dados vuelta, después un biombo, después nada más que una
gran pared pelada. Le expliqué todo muy mal, empecé al revés; debería haber
empezado por Baudelaire, pero es demasiado largo para volver a empezar, lo
entenderá como pueda. La gente que quiere juzgar tendrá trabajo, se la
arreglarán como puedan. Porque hay gente
que se despierta de noche sobresaltada, gritando: ¡Quiero juzgar! ¡Tengo que
juzgar!
Imagínese, querido, que teniendo este
cuadro en la cabeza me sorprendió una ictericia horrorosa que me duró más de un
mes; yo que siempre estoy apurado cuando me resigno a hacer un cuadro, lo dejo que
imagine la inquietud que sentía; perder un mes, yo que no tenía un solo día que
perder, pero creo que lo voy a lograr. Todavía tengo dos días por personaje,
sin contar los accesorios; a pesar de eso debe hacerse. Enviaré catorce cuadros
a la exposición, casi todos nuevos, excepto el Entierro, los Picapedreros
y mi retrato con pipa que Bruyas acaba de comprarme por 2.000 francos; también
me compró la Hilandera por 2.500 francos; tuve suerte; voy a pagar lo que debo
y hacer frente a la exposición: no sé cómo habría hecho sin eso, no hay que
desesperar jamás. Tengo un cuadro de costumbres
del campo ya hecho, Las cribadoras de
trigo, que entra en la serie de las mujercitas del pueblo. Otro cuadro
extraño. Estoy triste, tengo muy poco ánimo, el hígado y el corazón devorados
por la amargura. En Ornans frecuento un café de cazadores furtivos y gente de
la gaya ciencia... Todo eso no me distrae.
Parece que Promayet también es muy
desgraciado, trate de ayudarlo a encontrar algo; el orgullo y la honestidad nos
van a matar. En este momento no puedo hacer nada, es absolutamente necesario
que esté en condiciones para la exposición.
Lo abrazo de corazón,
Gustave Courbet
(Carta de Courbet a Champfleury sobre El taller del pintor, 1855)
Traducción de la casa