lunes, 30 de julio de 2012

El drama sin atenuantes


Acaba de aparecer El drama sin atenuantes, de Carlos Riccardo, que contiene sus conversaciones con el gran escritor argentino Néstor Sánchez. Los diálogos son de 1989 y por fin aparecen editados en libro en su totalidad, con una nota de Riccardo que los pone en su contexto y una presentación escrita por mí.
Hay que aclarar que, dentro de un libro bien editado, el texto que escribí fue “corregido” sin aviso, y sin revisión, de muchas formas (puntuación, sintaxis, vocabulario). Tanta corrección no lo mejoró, todo lo contrario. Lo que sigue es el texto original.

Presentación

        Néstor Sánchez empezó a escribir de chico, en la escuela, redacciones, cartas, cualquier cosa: “tenía aptitud”. El padre escribía, y el hermano, menor, también iba a escribir. Cuando murió el padre, dejó la secundaria para ir a trabajar. A los dieciocho, un tipo que conocía, “un maestro de la vida”, le aconsejó que escribiera. Muchos poemas y un libro de cuentos negado abrieron el camino para sus novelas. En esas cuatro novelas, publicadas entre 1966 y 1975, Néstor Sánchez inventó una escritura original, a favor de su voz y contra la narrativa convencional. Y a medida que su escritura se transformaba, él se iba escapando: de la beca, del Boom, del aburrimiento de la comunidad intelectual, de los países (la tercera novela empieza así: “inútil toda pretensión de retenerlo...”). Siempre en la otra vereda de esa gente que, como dice en este diálogo, “cree en todo, en la cultura, en la literatura”; el suyo era un proceso “de pérdida irreparable”. Para un escritor esa contradicción puede ser productiva pero también peligrosa. Sobre todo para un escritor que, además, era muy “literario” (citas, referencias, máxima atención al lenguaje, escritura poemática), y cuyos libros son una buena muestra de la cultura del momento en que se escribieron. Pero Néstor Sánchez siguió su camino, sin tratar de evitar los peligros. Escribió mientras lo que aparecía en el papel lo sorprendía, y cuando ya no tuvo sentido dejó de hacerlo.

       A Carlos Riccardo, a mí y a muchos otros, los libros de Néstor Sánchez nos marcaron como pocas veces pasa. Nos conmovió su poesía, su lucidez, su verdad. Después lo conocimos en persona y eso profundizó la marca. Se nos volvió maestro sin postularse y sin explotar los beneficios o maleficios del cargo, como uno de esos maestros de la vida que él había conocido, tipos más o menos clandestinos con los que uno se cruza de casualidad en la ciudad y que tienen su refugio en una pieza llena de humo, de voces de vecinas, de tangos de radio y de libros apilados que para el discípulo encierran secretos inalcanzables. La figura del maestro es fundamental: “La vieja siempre nostalgia de guía”, le dice a Carlos Riccardo. Y cuenta que cuando escucha a alguien que dice “El maestro ha muerto y cada uno trabaja como puede”, la frase le produce una gran conmoción: “Caminé cuarenta cuadras bajo la nevisca, llorando, ¿qué me quería decir?” En sus novelas, en las alianzas que unen a los personajes, dentro de la barra o banda nunca falta el maestro al que se le reconoce un conocimiento silencioso, como el título del libro de Castaneda que me llevé de regalo de su casa.

Por ahí porque vivió obsesionado por la idea de la muerte lo deslumbró tanto ese Don Juan que recomienda tener a la muerte como consejera. O más que la muerte lo escandalizó la brevedad de la vida, ver el camión de ganado yendo al matadero y ver que en el camino la gente paraba a comprar aspiradoras en cuotas o a tomar cafecitos en velorios creyendo que eran de otro. La tribu de su barrio dejó de contenerlo, las ceremonias estaban vacías. Puso el grito en el cielo, bien alto. Se ilusionó con una vida nueva y extensísima, a la altura de la que sentía por momentos en él. Después vino el desencanto, y la locura.

El drama sin atenuantes podría ser tranquilamente el título de otro libro escrito por él: Nosotros dos, Siberia Blues, El amhor, los orsinis y la muerte, Cómico de la lengua, La condición efímera, y El drama sin atenuantes. Está en la línea de La condición efímera, son de la misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de “disyuntiva ética”. No sería justo llamarlo entrevista ni reportaje, no se parece a esas formas disecadas de la charla. Acá no hay un ser consagrado que deja caer verdades para que una oreja se extasíe en nombre del público. Acá Néstor Sánchez habla, se hace presente en las palabras, y Carlos Riccardo tiene el mérito de hablar su mismo idioma y de no tratar de averiguar nada. No pregunta para forzar respuestas ni para sacarle cosas. Las cosas salen solas, una lleva a la otra y el diálogo crece, se va por las ramas y da frutos que todos podemos saborear gracias a que, por suerte para nosotros, en su momento Carlos Riccardo estuvo ahí, cara a cara con Néstor Sánchez, escuchándolo y grabando todo en casetes y más tarde desgrabándolo, se encontró con él varias veces a charlar durante horas (tomaban algo, después cada uno se iba a su casa con la cabeza afiebrada, tenían que dejar pasar un tiempo para volver a encontrarse), guardó años estas conversaciones y ahora nos trae lo que quedó de esos encuentros. Léanlo y busquen sus palabras, sus preguntas y respuestas.

Y lean a Néstor Sánchez, otra vez si es preciso. Olvídense de la supuesta oscuridad de sus temas, los temas importan poco, nada más abran sus libros en cualquier página para encontrarse con esa voz que “insiste en llamar acontecimientos a las cosas más insignificantes” y que con su ritmo improvisado de músico de jazz convierte en acontecimientos luminosos la vida de un montón de personajes con nombres de jugadores de primera C que se desplazan de Banfield a Caballito, de San Isidro a Villa Urquiza y de Mar del Plata a la isla Maciel por tantos barrios y calles de la ciudad que los terminan volviendo imágenes poéticas, como la calle Valdenegro, el pueblo de Ingeniero Maschwitz, o cruzar Triunvirato desierta bajo el sol, y más tarde por toda América hasta Chicago, Manhattan, París. Toman trenes de día, taxis de madrugada, suben a un carro de mudanzas enganchado a una yegua, a un camión, a un colectivo de la línea 406, cruzan el Riachuelo como en algún momento cruzarán el Missisipi como cruzaron el Paraná para ver al poeta, o bajan en Once de otro colectivo que al chico que ingresa al Normal le parece un trasatlántico. No se establecen nunca, ocupan casas precarias, prestadas, prefabricadas, departamentitos de separado con demasiadas marcas de puchos en el piso, piezas en los fondos que se dedican a pintar torpes después que vuelven de la oficina y antes de hacer el amor. Toda esa vida llena de sol a quemarropa y lluvia tristona cabe ahí. Los proyectos, los bailes, los robos y los billares de mañana como bestias abandonadas. Pola Negri y Clara Bow. Un loro llamado Orsini, el perro que lame la olla en el baldío y esa yegua blanca que “mea llena de fe con las patas traseras bien abiertas”. La cabeza vendada de Apollinaire, la máscara de Dylan Thomas, Troilo, el tango, el jazz y Joyce, “porque todo parece destinado a la literatura”. En la selva amazónica, fabricando frenéticamente botones de cuero toda una temporada de lluvias tropicales, o en esa meseta que es el cementerio de Flores donde Batsheva, Giménez, María, los dos Yuyos, Orsini y Donald Gleason reunidos alrededor del cajón o féretro o ataúd de Felipa se pasan un ramo de crisantemos, una cala, un gladiolo, helechos, un clavel y una rosa en ronda grotesca hasta que a Giménez el viento le vuela el sombrero: léanlo hasta llenarse de vida. 

Mariano Fiszman