sábado, 29 de diciembre de 2012

Odette

A los que les gustaban las antigüedades, les gustaban los versos, despreciaban los cálculos mezquinos, soñaban con el honor y el amor, ella los ponía en una elite superior al resto de la humanidad. No era necesario que tuvieran realmente esos gustos con tal que los proclamaran; de un hombre que le había confesado en una cena que le gustaba deambular, ensuciarse los dedos en los negocios viejos, que él nunca sería apreciado por este siglo comercial porque no le preocupaban sus intereses, y que por eso era de otros tiempos, ella volvía a su casa diciendo: "¡Pero es un alma adorable, un sensible, nunca lo había imaginado!" y sentía por él una inmensa y repentina amistad. Pero en cambio, los que, como Swann, tenían esos gustos pero no hablaban de ellos, la dejaban fría.


Por el camino de Swann
Marcel Proust

Ventanas

 
 
La tarde en que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga. Tenía una toalla de colores vivos atada a la cabeza y en la misma terraza un perro ovejero parecía muerto de un tiro. Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme. Ahora busco la manera de acomodar mis libros -les descubro señales de otro tiempo-, colgué el mismo Klee del final que se te resistía, y poco a poco la pieza en este quinto piso imprevisible va cobrando un olor que reconozco a fuerza de Particulares Livianos y la yerba dentro del plato que siempre me olvido de sacar. Todavía hoy puede ocurrir que me acerque a la ventana y apenas comprenda de qué forma han pasado todos estos años; por una especie de juego demasiado sutil, de fidelidad al recién llegado, algo en mí se resistiría a terminar con tus enaguas puestas a secar sobre la cocina de kerosén, con el sonido de tu orín en el bañito compartido.


Nosotros dos
NÉSTOR SÁNCHEZ

jueves, 29 de noviembre de 2012

Galería: noviembre 12


Ever, Nicolás Romero, calle Serrano, Buenos Aires.

lunes, 30 de julio de 2012

El drama sin atenuantes


Acaba de aparecer El drama sin atenuantes, de Carlos Riccardo, que contiene sus conversaciones con el gran escritor argentino Néstor Sánchez. Los diálogos son de 1989 y por fin aparecen editados en libro en su totalidad, con una nota de Riccardo que los pone en su contexto y una presentación escrita por mí.
Hay que aclarar que, dentro de un libro bien editado, el texto que escribí fue “corregido” sin aviso, y sin revisión, de muchas formas (puntuación, sintaxis, vocabulario). Tanta corrección no lo mejoró, todo lo contrario. Lo que sigue es el texto original.

Presentación

        Néstor Sánchez empezó a escribir de chico, en la escuela, redacciones, cartas, cualquier cosa: “tenía aptitud”. El padre escribía, y el hermano, menor, también iba a escribir. Cuando murió el padre, dejó la secundaria para ir a trabajar. A los dieciocho, un tipo que conocía, “un maestro de la vida”, le aconsejó que escribiera. Muchos poemas y un libro de cuentos negado abrieron el camino para sus novelas. En esas cuatro novelas, publicadas entre 1966 y 1975, Néstor Sánchez inventó una escritura original, a favor de su voz y contra la narrativa convencional. Y a medida que su escritura se transformaba, él se iba escapando: de la beca, del Boom, del aburrimiento de la comunidad intelectual, de los países (la tercera novela empieza así: “inútil toda pretensión de retenerlo...”). Siempre en la otra vereda de esa gente que, como dice en este diálogo, “cree en todo, en la cultura, en la literatura”; el suyo era un proceso “de pérdida irreparable”. Para un escritor esa contradicción puede ser productiva pero también peligrosa. Sobre todo para un escritor que, además, era muy “literario” (citas, referencias, máxima atención al lenguaje, escritura poemática), y cuyos libros son una buena muestra de la cultura del momento en que se escribieron. Pero Néstor Sánchez siguió su camino, sin tratar de evitar los peligros. Escribió mientras lo que aparecía en el papel lo sorprendía, y cuando ya no tuvo sentido dejó de hacerlo.

       A Carlos Riccardo, a mí y a muchos otros, los libros de Néstor Sánchez nos marcaron como pocas veces pasa. Nos conmovió su poesía, su lucidez, su verdad. Después lo conocimos en persona y eso profundizó la marca. Se nos volvió maestro sin postularse y sin explotar los beneficios o maleficios del cargo, como uno de esos maestros de la vida que él había conocido, tipos más o menos clandestinos con los que uno se cruza de casualidad en la ciudad y que tienen su refugio en una pieza llena de humo, de voces de vecinas, de tangos de radio y de libros apilados que para el discípulo encierran secretos inalcanzables. La figura del maestro es fundamental: “La vieja siempre nostalgia de guía”, le dice a Carlos Riccardo. Y cuenta que cuando escucha a alguien que dice “El maestro ha muerto y cada uno trabaja como puede”, la frase le produce una gran conmoción: “Caminé cuarenta cuadras bajo la nevisca, llorando, ¿qué me quería decir?” En sus novelas, en las alianzas que unen a los personajes, dentro de la barra o banda nunca falta el maestro al que se le reconoce un conocimiento silencioso, como el título del libro de Castaneda que me llevé de regalo de su casa.

Por ahí porque vivió obsesionado por la idea de la muerte lo deslumbró tanto ese Don Juan que recomienda tener a la muerte como consejera. O más que la muerte lo escandalizó la brevedad de la vida, ver el camión de ganado yendo al matadero y ver que en el camino la gente paraba a comprar aspiradoras en cuotas o a tomar cafecitos en velorios creyendo que eran de otro. La tribu de su barrio dejó de contenerlo, las ceremonias estaban vacías. Puso el grito en el cielo, bien alto. Se ilusionó con una vida nueva y extensísima, a la altura de la que sentía por momentos en él. Después vino el desencanto, y la locura.

El drama sin atenuantes podría ser tranquilamente el título de otro libro escrito por él: Nosotros dos, Siberia Blues, El amhor, los orsinis y la muerte, Cómico de la lengua, La condición efímera, y El drama sin atenuantes. Está en la línea de La condición efímera, son de la misma época todavía locuaz y por momentos exaltada y de “disyuntiva ética”. No sería justo llamarlo entrevista ni reportaje, no se parece a esas formas disecadas de la charla. Acá no hay un ser consagrado que deja caer verdades para que una oreja se extasíe en nombre del público. Acá Néstor Sánchez habla, se hace presente en las palabras, y Carlos Riccardo tiene el mérito de hablar su mismo idioma y de no tratar de averiguar nada. No pregunta para forzar respuestas ni para sacarle cosas. Las cosas salen solas, una lleva a la otra y el diálogo crece, se va por las ramas y da frutos que todos podemos saborear gracias a que, por suerte para nosotros, en su momento Carlos Riccardo estuvo ahí, cara a cara con Néstor Sánchez, escuchándolo y grabando todo en casetes y más tarde desgrabándolo, se encontró con él varias veces a charlar durante horas (tomaban algo, después cada uno se iba a su casa con la cabeza afiebrada, tenían que dejar pasar un tiempo para volver a encontrarse), guardó años estas conversaciones y ahora nos trae lo que quedó de esos encuentros. Léanlo y busquen sus palabras, sus preguntas y respuestas.

Y lean a Néstor Sánchez, otra vez si es preciso. Olvídense de la supuesta oscuridad de sus temas, los temas importan poco, nada más abran sus libros en cualquier página para encontrarse con esa voz que “insiste en llamar acontecimientos a las cosas más insignificantes” y que con su ritmo improvisado de músico de jazz convierte en acontecimientos luminosos la vida de un montón de personajes con nombres de jugadores de primera C que se desplazan de Banfield a Caballito, de San Isidro a Villa Urquiza y de Mar del Plata a la isla Maciel por tantos barrios y calles de la ciudad que los terminan volviendo imágenes poéticas, como la calle Valdenegro, el pueblo de Ingeniero Maschwitz, o cruzar Triunvirato desierta bajo el sol, y más tarde por toda América hasta Chicago, Manhattan, París. Toman trenes de día, taxis de madrugada, suben a un carro de mudanzas enganchado a una yegua, a un camión, a un colectivo de la línea 406, cruzan el Riachuelo como en algún momento cruzarán el Missisipi como cruzaron el Paraná para ver al poeta, o bajan en Once de otro colectivo que al chico que ingresa al Normal le parece un trasatlántico. No se establecen nunca, ocupan casas precarias, prestadas, prefabricadas, departamentitos de separado con demasiadas marcas de puchos en el piso, piezas en los fondos que se dedican a pintar torpes después que vuelven de la oficina y antes de hacer el amor. Toda esa vida llena de sol a quemarropa y lluvia tristona cabe ahí. Los proyectos, los bailes, los robos y los billares de mañana como bestias abandonadas. Pola Negri y Clara Bow. Un loro llamado Orsini, el perro que lame la olla en el baldío y esa yegua blanca que “mea llena de fe con las patas traseras bien abiertas”. La cabeza vendada de Apollinaire, la máscara de Dylan Thomas, Troilo, el tango, el jazz y Joyce, “porque todo parece destinado a la literatura”. En la selva amazónica, fabricando frenéticamente botones de cuero toda una temporada de lluvias tropicales, o en esa meseta que es el cementerio de Flores donde Batsheva, Giménez, María, los dos Yuyos, Orsini y Donald Gleason reunidos alrededor del cajón o féretro o ataúd de Felipa se pasan un ramo de crisantemos, una cala, un gladiolo, helechos, un clavel y una rosa en ronda grotesca hasta que a Giménez el viento le vuela el sombrero: léanlo hasta llenarse de vida. 

Mariano Fiszman




miércoles, 11 de enero de 2012

Más ventanas


A veces iba hasta la ventana y levantaba un rincón de la cortina. En un charco de oro, seguidas por su institutriz, yendo a catecismo o a clase, habiendo depurado de su andar ligero todo movimiento involuntario, veía pasar a esas muchachas moldeadas sobre una carne preciosa que parecen formar parte de una pequeña sociedad impenetrable.

Marcel Proust, Contra Sainte-Beuve.